Ayer jugaba
el mundo como un gato en tu falda;
hoy te lame
las finas botitas de paloma;
tienes el
corazón poblado de cigarras,
y un
parecido a muertas vihuelas desveladas,
gran
melancólica.
Posiblemente
quepa todo el mar en tus ojos
y quepa todo
el sol en tu actitud de acuario;
como un
perro amarillo te siguen los otoños,
y, ceñida de
dioses fluviales y astronómicos,
eres la
eternidad en la gota de espanto.
Tu ilusión
se parece a una ciudad antigua,
a las caobas
llenas de aroma entristecido,
a las
piedras eternas ya las niñas heridas;
un pájaro de
agosto se ahoga en tus pupilas,
y, como un
traje obscuro, se te cae el delirio.
Seria como
una espada, tienes la gran dulzura
de los
viejos y tiernos sonetos del crepúsculo;
tu dignidad
pueril arde como las frutas;
tus cantos
se parecen a una gran jarra obscura
que se
volcase arriba del ideal del mundo.
Tal como las
semillas, te desgarraste en hijos,
y, lo mismo
que un sueño que se multiplicara,
la carne
dolorosa se te llenó de niños;
mujercita de
invierno, nublada de suspiros,
la tristeza
del sexo te muerde la palabra.
Todo el
siglo te envuelve como una echarpe de oro;
y, desde la
verdad lluviosa de mi enigma,
entonas la
tonada de los últimos novios;
tu
arrobamiento errante canta en los matrimonios,
cual una
alondra de humo, con las alas ardidas.
Enterrada en
los cubos sellados de la angustia,
como Dios en
la negra botella de los cielos,
nieta de
hombres, nacida en pueblos de locura,
a tu gran
flor herida la acuestas en mi angustia,
debajo de
mis sienes aradas de silencio.
Asocio tu
figura a las hembras hebreas,
y te veo,
mordida de aceites y ciudades,
escribir la
amargura de las tierras morenas
en la
táctica azul de la gran danza horrenda
con la
cuchilla rosa del pie inabordable.
Niña de las
historias melancólicas, niña,
niña de las
novelas, niña de las tonadas,
tienes un
gesto inmóvil de estampa de provincia
en el agua
de asombro de la cara perdida
y en los
serios cabellos goteados de dramas.
Estás sobre
mi vida de piedra y hierro ardiente,
como la
eternidad encima de los muertos,
recuerdo que
viniste y has existido siempre,
mujer, mi
mujer mía, conjunto de mujeres,
toda la
especie humana se lamenta en tus huesos.
Llenas la
tierra entera, como un viento rodante,
y tus
cabellos huelen a tonada oceánica;
naranjo de
los pueblos terrosos y joviales,
tienes la soledad
llena de soledades,
y tu corazón
tiene la forma de una lágrima.
Semejante a
un rebaño de nubes, arrastrando
la cola
inmensa y turbia de lo desconocido
tu alma
enorme rebasa tus hechos y tus cantos,
y es lo
mismo que un viento terrible y milenario
encadenado a
una matita de suspiros.
Te pareces a
esas cántaras populares,
tan
graciosas y tan modestas de costumbres;
tu
aristocracia inmóvil huele a yuyos rurales,
muchacha del
país, florida de velámenes,
y la greda
morena, triste de aves azules.
Derivas de
mineros y de conquistadores,
ancha y
violenta gente llevó tu sangre extraña,
y tu abuelo,
Domingo Sánderson fue un HOMBRE;
yo los miro
y los veo cruzando el horizonte
con tu
actitud futura encima de la espalda.
Eres la
permanencia de las cosas profundas
y la amada
geografía llenando el Occidente;
tus labios y
tus pechos son un panal de angustia,
y tu vientre
maduro es un racimo de uvas
colgado del
parrón colosal de la muerte.
Ay, amiga,
mi amiga, tan amiga mi amiga,
cariñosa, lo
mismo que el pan del hombre pobre;
naciste tú
llorando y sollozó la vida;
yo te
comparo a una cadena de fatigas
hecha para
amarrar estrellas en desorden.
El
folletín del diablo, 1922
Pablo de Rokha
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